El Poeta (Hermann Hesse)
Se cuenta que el poeta chino Han Fook fue animado en su juventud por un impulso maravilloso, el de aprender y perfeccionarse en todo aquello que concierne al arte de la poesía. Por entonces, cuando todavía vivía en su patria junto al río Amarillo, se había comprometido con una joven de buena familia, de acuerdo con su propia decisión y con el apoyo de sus padres, que lo amaban tiernamente. La boda debía ser fijada pronto, y ese día estaría lleno de promesas dichosas. Han Fook tenía por entonces alrededor de veinte años y era un lindo joven, modesto y de agradables modales, instruido en las varias disciplinas científicas y, no obstante su juventud, ya conocido entre los literatos de su país por algunos excelentes poemas.
Sin ser precisamente rico, estaba en condiciones de esperar una fortuna suficiente, que sería aumentada por la dote de su novia, y como ésta era además muy hermosa y llena de virtudes, nada parecía faltarle a su felicidad. Sin embargo, no era completamente feliz; su corazón estaba poseído por la ambición de convertirse en un poeta perfecto.
Entonces sucedió algo. Anochecía mientras se celebraba la fiesta de los faroles en el río y Han Fook paseaba en soledad a lo largo de una de sus márgenes. Se recostó contra el tronco de un árbol inclinado sobre el agua, y vio en el reflejo del río mil luces que nadaban temblorosas, vio en las barcas y almadías a hombres, mujeres y jóvenes muchachas que se saludaban recíprocamente y brillaban en sus vestidos de fiesta como hermosas flores; escuchó el débil murmullo de las aguas iluminadas, el canto de las cantantes, la vibración de las cítaras, los dulces sones de los flautistas, y vio, por encima de todo, la noche azulada cerniéndose en los espacios como la bóveda de un templo. Al joven le latió el corazón mientras —como un espectador solitario que obedeciera a sus antojos— contemplaba toda esa belleza. Y aunque deseaba cruzar el río y disfrutar la fiesta en compañía de su novia y sus amigos, anhelaba con mayor vehemencia captar todo aquello como un espectador sutil para poder reflejarlo en un poema absolutamente perfecto: el azul de la noche, los juegos de las luces en la corriente, la alegría de los participantes, la añoranza del espectador silencioso recostado en el tronco del árbol junto a la orilla. Entonces sintió que todas las fiestas y los placeres de esta tierra jamás podrían dar bienestar ni alegría a su corazón; que aun en medio del quehacer de la vida permanecería siendo un solitario y en cierto modo un espectador y un extranjero. Y sintió que su alma estaba hecha de manera que no podía dejar de percibir simultáneamente la belleza de la tierra y el anhelo secreto del forastero. Entristecido, reflexionó acerca de ello, y llegó a la conclusión de que sólo podría participar de una dicha verdadera y una profunda satisfacción si alguna vez le fuera dado reflejar el mundo en poemas tan perfectos que, a través de sus imágenes, pudiera poseerlo purificado y eternizado.
Apenas sabía Han Fook si estaba despierto o dormido, cuando percibió un pequeño ruido y vio de pie junto al tronco a un desconocido, un anciano con una vestidura color violeta y aspecto venerable. Se levantó y lo saludó con el saludo que se debe a los ancianos y a las personas de calidad. El extranjero sonrió y recitó algunos versos en los que se contenía todo aquello que el joven acababa de sentir, expresado con tal belleza y respeto por las reglas de los grandes poetas, que el asombro detuvo el corazón del joven.
«Oh, ¿quién eres?», exclamó, mientras se inclinaba profundamente. «¿Cómo puedes ver dentro de mi alma y decir versos más bellos que cuantos he oído de mis maestros?»
El extraño volvió a sonreír con la risa del que sabe la última palabra y dijo: «Si quieres convertirte en un poeta, ven conmigo. Encontrarás mi cabaña junto a la fuente del gran río en las montañas del noroeste. Me llamo el Maestro de la Palabra Perfecta».
Dicho esto, el anciano ingresó en la exigua sombra del árbol y se desvaneció rápidamente. Han Fook, que lo buscaba en vano y no encontraba la menor huella, acabó por creer firmemente que todo había sido un sueño provocado por su cansancio. Corrió hacia los botes queñ estaban enfrente y participó de la fiesta, pero entre la conversación y el sonido de las flautas siguió percibiendo la voz misteriosa del extraño. Y le parecía que su alma debía estar reunida con aquél, pues se mostraba alejado y con ojos soñadores entre la alegre compañía, que se burlaba de su estado de arrobamiento.
Pocos días después, el padre de Han Fook quiso convocar a parientes y amigos para fijar el día de la boda. El novio se opuso a ello y le dijo: «Perdóname si parezco faltar a la obediencia que el hijo debe a su padre. Pero sabes cuánto anhelo destacarme en el arte de la poesía, y aunque algunos de mis amigos alaban mis poemas, sé bien que sólo soy un principiante y estoy en los primeros pasos de mi camino. Por ello te ruego que, por un tiempo, me dejes estar solo y proseguir mis estudios, pues me parece que el gobierno de una casa y una mujer me apartarán de aquellas cosas. Y como todavía soy joven y sin mayores obligaciones, quisiera vivir por un tiempo para mi poesía, de la que espero alegría y fama».
Este discurso asombró al padre, que respondió: «Ese arte debe ser para ti preferible a todo, pues a causa de él hasta quieres postergar tu casamiento. Pero si ha ocurrido algo entre tú y tu novia, dímelo, para que yo pueda ayudarte a que os reconciliéis o a procurarte otra».
El hijo, empero, juró que amaba a su novia como siempre, y que ni la sombra de una disputa había surgido entre ellos. Y al mismo tiempo contó a su padre que el día de la fiesta de los faroles se le había manifestado en sueños un maestro, de quien, antes que tener toda la dicha del mundo, ansiaba convertirse en discípulo.
«Está bien», dijo el padre, «te concedo entonces un año. En ese tiempo puedes seguir tu sueño, que quizá te haya sido enviado por un dios».
«Es posible que sean dos años», repuso Han Fook, titubeando «¿quién puede saberlo?»
El padre lo dejó ir con tristeza; el joven escribió una carta a su novia despidiéndose, y partió.
Tras un largo peregrinar alcanzó las fuentes del río y encontró una cabaña de bambú en medio de una gran soledad. Delante, sentado sobre una estera, estaba el anciano al que había visto en la orilla junto al tronco del árbol. Tañía un laúd, y cuando vio que el viajero se acercaba respetuosamente, no se levantó ni lo saludó. Sólo sonrió y dejó correr los dedos sensibles sobre las cuerdas; una música hechicera se expandió como una nube plateada a través del valle, de modo que el joven se detuvo maravillado y en un dulce estado de asombro lo olvidó todo, hasta que el Maestro de la Palabra Perfecta dejó a un lado su pequeño laúd y entró en la cabaña. Entonces Han Fook lo siguió lleno de unción y permaneció con él como su servidor y discípulo.
Transcurrió un mes, y en ese lapso aprendió a despreciar todas las canciones que hasta entonces había compuesto, y las borró de su memoria. Y después de unos meses borró también de su memoria las canciones que había aprendido en su patria de sus preceptores. El Maestro apenas si hablaba una palabra con él; le enseñaba en silencio el arte del laúd, hasta que la naturaleza del discípulo estuvo totalmente saturada de música. En una ocasión, Han Fook compuso un pequeño poema, en el que describía el vuelo de dos pájaros en el cielo otoñal, y que le gustó. No se atrevió a enseñárselo al Maestro, pero al cantarlo una noche junto a la cabaña, el Maestro lo oyó. Sin embargo, no dijo una sola palabra. Lo único que hizo fue tocar suavemente en su laúd y pronto el aire se hizo fresco, el crepúsculo se precipitó, se levantó un viento frío, aunque estaban en pleno verano, y sobre el cielo, ahora gris, volaron dos garzas con enormes ansias viajeras. Y todo esto era mucho más hermoso y perfecto que los versos del discípulo, de modo que éste se entristeció, guardó silencio y comprendió que lo suyo carecía de valor. Así procedía el anciano en cada oportunidad. Al cabo de un año Han Fook había aprendido a tocar el laúd casi a la perfección, pero veía el arte de la poesía como algo cada vez más difícil y sublime.
Transcurridos dos años, el joven sintió una viva nostalgia por los suyos, por la patria y por la prometida, y rogó al Maestro que le permitiera marcharse.
El Maestro sonrió y asintió con la cabeza. «Eres libre», dijo, «y puedes ir a donde quieras. Puedes volver, puedes quedarte allí, si lo prefieres».
El discípulo emprendió entonces el viaje y marchó sin descanso, hasta que una mañana, a la hora del alba, llegó a orillas de la patria y divisó, desde el puente abovedado, la ciudad natal. Se deslizó furtivamente en el jardín de la casa paterna, y escuchó a través del dormitorio la respiración de su padre, que aún dormía. Luego entró a hurtadillas en el huerto de su novia, y subiéndose a lo alto de un peral, la vio en la alcoba peinándose los cabellos. Y mientras comparaba todo lo que veía con sus ojos con la imagen que se había forjado en su nostalgia, le resultó evidente que, a pesar de todo, estaba destinado a ser un poeta. Y descubrió que en los sueños del poeta alientan una belleza y una gracia que se buscan vanamente en los objetos de la realidad. Descendió del árbol, huyó del jardín y cruzando el puente salió de la ciudad natal y regresó a la montaña a través del profundo valle. Ahí estaba, como la primera vez, el viejo Maestro ante su cabaña, sentado en la modesta estera, y tañía con sus dedos el laúd. Y en lugar del saludo pronunció dos versos acerca de la felicidad que proporciona el arte, cuya hondura y musicalidad llenó de lágrimas los ojos del joven.
De nuevo permaneció Han Fook junto al Maestro de la Palabra Perfecta, quien, ahora que aquél dominaba el laúd, le enseñó a tocar la cítara. Y los meses volaron como la nieve con el viento del oeste. Dos veces ocurrió todavía que la nostalgia lo dominara. En la primera huyó secretamente durante la noche, pero antes de haber llegado a la última estribación del valle, el viento nocturno sopló en la cítara colgada de la puerta de la cabaña, y los sonidos volaron hacia él y lo llamaron de vuelta de un modo irresistible. Otra vez soñó que plantaba un arbolito en su jardín; su mujer estaba junto a él, y los hijos regaban el árbol con vino y leche. Al despertar, brillaba la luna en su cuarto; se irguió turbado y vio junto a él al Maestro que dormía con un leve temblor en su barba canosa. Entonces lo invadió un odio amargo hacia aquel hombre que, a su entender, le había destruido la vida engañándolo con respecto a su porvenir. Sintió deseos de arrojarse sobre él para asesinarlo, pero el anciano abrió los ojos y comenzó a sonreír con una dulzura tierna y sutil que desarmó al discípulo.
«Recuerda, Han Fook», dijo en voz baja el anciano, «eres libre para hacer lo que quieras. Puedes volver a tu patria y plantar árboles allí, puedes odiarme y matarme, eso no importa mucho».
«¡Ay, cómo podría odiarte!», exclamó el poeta con una emoción viva, «esto sería como querer odiar al mismo cielo».
Y permaneció allí y aprendió a tocar la cítara, y luego la flauta. Más tarde, bajo la dirección del Maestro, comenzó a componer poemas. Despacio aprendió aquel arte secreto de decir aparentemente sólo lo sencillo y lo simple, pero de modo que lograse una revolución en el alma del oyente como la del viento en la superficie del agua. Describió la salida del sol, cuando se demora al borde de la montaña, y el silencioso deslizarse de los peces, cuando huyen como sombras bajo el agua, o el movimiento de un tierno sauce meciéndose con el viento de la primavera. Y al oírle no sólo se evocaba el sol y el juego de los peces y el susurro del sauce, sino que parecía como si por un instante el cielo y el mundo se concertaran en una música perfecta. Y cada oyente evocaba entonces con placer o dolor lo que amaba u odiaba: el muchacho evocaba sus juegos, el joven a su amada, y el viejo presentía la muerte.
Han Fook ya no supo cuántos años permaneció junto al Maestro en la fuente del gran río; a menudo le parecía que había pisado ese valle en la víspera del día anterior y que había sido recibido allí por la música del anciano. En otras ocasiones sentía como si todas las generaciones de la humanidad y los siglos hubiesen rodado detrás de él y que ello carecía de importancia.
Una mañana, al despertar en la cabaña, se halló solo, y por más que buscó y llamó, el Maestro no dio señales de vida. Durante la noche pareció que el otoño hubiese llegado de improviso; un viento áspero sacudía la vieja cabaña, y sobre la cuesta de la montaña volaban grandes bandadas de aves de paso, aunque todavía no era la época.
Entonces Han Fook tomó el pequeño laúd y descendió al país natal; y allí donde se encontraba con gente, lo saludaban con la ceremonia debida a los ancianos y a las personas de calidad. Y cuando llegó a la ciudad paterna, su padre, su novia y sus parientes ya habían fallecido, y otras personas vivían en las casas de aquellos. Al anochecer fue celebrada la fiesta de los faroles sobre el río, y el poeta Han Fook se quedó en la orilla más oscura, recostado contra el tronco de un viejo árbol. Y cuando comenzó a tocar en su pequeño laúd, las mujeres suspiraron y miraron encantadas y con ansiedad en medio de la noche. Y los hombres jóvenes llamaron al tocador de laúd, al que no podían encontrar, y lo llamaron con ardor, pues ninguno de ellos había oído jamás tales sonidos de un laúd. Pero Han Fook sonreía. Miró el río, donde flotaban los reflejos de los mil faroles, y cuando no pudo distinguir más los. reflejos de la realidad, no halló dentro de su alma ninguna diferencia entre esta fiesta y aquella otra a la que asistiera en sus mocedades, y durante la cual percibiera las palabras del extraño Maestro.
Entonces sucedió algo. Anochecía mientras se celebraba la fiesta de los faroles en el río y Han Fook paseaba en soledad a lo largo de una de sus márgenes. Se recostó contra el tronco de un árbol inclinado sobre el agua, y vio en el reflejo del río mil luces que nadaban temblorosas, vio en las barcas y almadías a hombres, mujeres y jóvenes muchachas que se saludaban recíprocamente y brillaban en sus vestidos de fiesta como hermosas flores; escuchó el débil murmullo de las aguas iluminadas, el canto de las cantantes, la vibración de las cítaras, los dulces sones de los flautistas, y vio, por encima de todo, la noche azulada cerniéndose en los espacios como la bóveda de un templo. Al joven le latió el corazón mientras —como un espectador solitario que obedeciera a sus antojos— contemplaba toda esa belleza. Y aunque deseaba cruzar el río y disfrutar la fiesta en compañía de su novia y sus amigos, anhelaba con mayor vehemencia captar todo aquello como un espectador sutil para poder reflejarlo en un poema absolutamente perfecto: el azul de la noche, los juegos de las luces en la corriente, la alegría de los participantes, la añoranza del espectador silencioso recostado en el tronco del árbol junto a la orilla. Entonces sintió que todas las fiestas y los placeres de esta tierra jamás podrían dar bienestar ni alegría a su corazón; que aun en medio del quehacer de la vida permanecería siendo un solitario y en cierto modo un espectador y un extranjero. Y sintió que su alma estaba hecha de manera que no podía dejar de percibir simultáneamente la belleza de la tierra y el anhelo secreto del forastero. Entristecido, reflexionó acerca de ello, y llegó a la conclusión de que sólo podría participar de una dicha verdadera y una profunda satisfacción si alguna vez le fuera dado reflejar el mundo en poemas tan perfectos que, a través de sus imágenes, pudiera poseerlo purificado y eternizado.
Apenas sabía Han Fook si estaba despierto o dormido, cuando percibió un pequeño ruido y vio de pie junto al tronco a un desconocido, un anciano con una vestidura color violeta y aspecto venerable. Se levantó y lo saludó con el saludo que se debe a los ancianos y a las personas de calidad. El extranjero sonrió y recitó algunos versos en los que se contenía todo aquello que el joven acababa de sentir, expresado con tal belleza y respeto por las reglas de los grandes poetas, que el asombro detuvo el corazón del joven.
«Oh, ¿quién eres?», exclamó, mientras se inclinaba profundamente. «¿Cómo puedes ver dentro de mi alma y decir versos más bellos que cuantos he oído de mis maestros?»
El extraño volvió a sonreír con la risa del que sabe la última palabra y dijo: «Si quieres convertirte en un poeta, ven conmigo. Encontrarás mi cabaña junto a la fuente del gran río en las montañas del noroeste. Me llamo el Maestro de la Palabra Perfecta».
Dicho esto, el anciano ingresó en la exigua sombra del árbol y se desvaneció rápidamente. Han Fook, que lo buscaba en vano y no encontraba la menor huella, acabó por creer firmemente que todo había sido un sueño provocado por su cansancio. Corrió hacia los botes queñ estaban enfrente y participó de la fiesta, pero entre la conversación y el sonido de las flautas siguió percibiendo la voz misteriosa del extraño. Y le parecía que su alma debía estar reunida con aquél, pues se mostraba alejado y con ojos soñadores entre la alegre compañía, que se burlaba de su estado de arrobamiento.
Pocos días después, el padre de Han Fook quiso convocar a parientes y amigos para fijar el día de la boda. El novio se opuso a ello y le dijo: «Perdóname si parezco faltar a la obediencia que el hijo debe a su padre. Pero sabes cuánto anhelo destacarme en el arte de la poesía, y aunque algunos de mis amigos alaban mis poemas, sé bien que sólo soy un principiante y estoy en los primeros pasos de mi camino. Por ello te ruego que, por un tiempo, me dejes estar solo y proseguir mis estudios, pues me parece que el gobierno de una casa y una mujer me apartarán de aquellas cosas. Y como todavía soy joven y sin mayores obligaciones, quisiera vivir por un tiempo para mi poesía, de la que espero alegría y fama».
Este discurso asombró al padre, que respondió: «Ese arte debe ser para ti preferible a todo, pues a causa de él hasta quieres postergar tu casamiento. Pero si ha ocurrido algo entre tú y tu novia, dímelo, para que yo pueda ayudarte a que os reconciliéis o a procurarte otra».
El hijo, empero, juró que amaba a su novia como siempre, y que ni la sombra de una disputa había surgido entre ellos. Y al mismo tiempo contó a su padre que el día de la fiesta de los faroles se le había manifestado en sueños un maestro, de quien, antes que tener toda la dicha del mundo, ansiaba convertirse en discípulo.
«Está bien», dijo el padre, «te concedo entonces un año. En ese tiempo puedes seguir tu sueño, que quizá te haya sido enviado por un dios».
«Es posible que sean dos años», repuso Han Fook, titubeando «¿quién puede saberlo?»
El padre lo dejó ir con tristeza; el joven escribió una carta a su novia despidiéndose, y partió.
Tras un largo peregrinar alcanzó las fuentes del río y encontró una cabaña de bambú en medio de una gran soledad. Delante, sentado sobre una estera, estaba el anciano al que había visto en la orilla junto al tronco del árbol. Tañía un laúd, y cuando vio que el viajero se acercaba respetuosamente, no se levantó ni lo saludó. Sólo sonrió y dejó correr los dedos sensibles sobre las cuerdas; una música hechicera se expandió como una nube plateada a través del valle, de modo que el joven se detuvo maravillado y en un dulce estado de asombro lo olvidó todo, hasta que el Maestro de la Palabra Perfecta dejó a un lado su pequeño laúd y entró en la cabaña. Entonces Han Fook lo siguió lleno de unción y permaneció con él como su servidor y discípulo.
Transcurrió un mes, y en ese lapso aprendió a despreciar todas las canciones que hasta entonces había compuesto, y las borró de su memoria. Y después de unos meses borró también de su memoria las canciones que había aprendido en su patria de sus preceptores. El Maestro apenas si hablaba una palabra con él; le enseñaba en silencio el arte del laúd, hasta que la naturaleza del discípulo estuvo totalmente saturada de música. En una ocasión, Han Fook compuso un pequeño poema, en el que describía el vuelo de dos pájaros en el cielo otoñal, y que le gustó. No se atrevió a enseñárselo al Maestro, pero al cantarlo una noche junto a la cabaña, el Maestro lo oyó. Sin embargo, no dijo una sola palabra. Lo único que hizo fue tocar suavemente en su laúd y pronto el aire se hizo fresco, el crepúsculo se precipitó, se levantó un viento frío, aunque estaban en pleno verano, y sobre el cielo, ahora gris, volaron dos garzas con enormes ansias viajeras. Y todo esto era mucho más hermoso y perfecto que los versos del discípulo, de modo que éste se entristeció, guardó silencio y comprendió que lo suyo carecía de valor. Así procedía el anciano en cada oportunidad. Al cabo de un año Han Fook había aprendido a tocar el laúd casi a la perfección, pero veía el arte de la poesía como algo cada vez más difícil y sublime.
Transcurridos dos años, el joven sintió una viva nostalgia por los suyos, por la patria y por la prometida, y rogó al Maestro que le permitiera marcharse.
El Maestro sonrió y asintió con la cabeza. «Eres libre», dijo, «y puedes ir a donde quieras. Puedes volver, puedes quedarte allí, si lo prefieres».
El discípulo emprendió entonces el viaje y marchó sin descanso, hasta que una mañana, a la hora del alba, llegó a orillas de la patria y divisó, desde el puente abovedado, la ciudad natal. Se deslizó furtivamente en el jardín de la casa paterna, y escuchó a través del dormitorio la respiración de su padre, que aún dormía. Luego entró a hurtadillas en el huerto de su novia, y subiéndose a lo alto de un peral, la vio en la alcoba peinándose los cabellos. Y mientras comparaba todo lo que veía con sus ojos con la imagen que se había forjado en su nostalgia, le resultó evidente que, a pesar de todo, estaba destinado a ser un poeta. Y descubrió que en los sueños del poeta alientan una belleza y una gracia que se buscan vanamente en los objetos de la realidad. Descendió del árbol, huyó del jardín y cruzando el puente salió de la ciudad natal y regresó a la montaña a través del profundo valle. Ahí estaba, como la primera vez, el viejo Maestro ante su cabaña, sentado en la modesta estera, y tañía con sus dedos el laúd. Y en lugar del saludo pronunció dos versos acerca de la felicidad que proporciona el arte, cuya hondura y musicalidad llenó de lágrimas los ojos del joven.
De nuevo permaneció Han Fook junto al Maestro de la Palabra Perfecta, quien, ahora que aquél dominaba el laúd, le enseñó a tocar la cítara. Y los meses volaron como la nieve con el viento del oeste. Dos veces ocurrió todavía que la nostalgia lo dominara. En la primera huyó secretamente durante la noche, pero antes de haber llegado a la última estribación del valle, el viento nocturno sopló en la cítara colgada de la puerta de la cabaña, y los sonidos volaron hacia él y lo llamaron de vuelta de un modo irresistible. Otra vez soñó que plantaba un arbolito en su jardín; su mujer estaba junto a él, y los hijos regaban el árbol con vino y leche. Al despertar, brillaba la luna en su cuarto; se irguió turbado y vio junto a él al Maestro que dormía con un leve temblor en su barba canosa. Entonces lo invadió un odio amargo hacia aquel hombre que, a su entender, le había destruido la vida engañándolo con respecto a su porvenir. Sintió deseos de arrojarse sobre él para asesinarlo, pero el anciano abrió los ojos y comenzó a sonreír con una dulzura tierna y sutil que desarmó al discípulo.
«Recuerda, Han Fook», dijo en voz baja el anciano, «eres libre para hacer lo que quieras. Puedes volver a tu patria y plantar árboles allí, puedes odiarme y matarme, eso no importa mucho».
«¡Ay, cómo podría odiarte!», exclamó el poeta con una emoción viva, «esto sería como querer odiar al mismo cielo».
Y permaneció allí y aprendió a tocar la cítara, y luego la flauta. Más tarde, bajo la dirección del Maestro, comenzó a componer poemas. Despacio aprendió aquel arte secreto de decir aparentemente sólo lo sencillo y lo simple, pero de modo que lograse una revolución en el alma del oyente como la del viento en la superficie del agua. Describió la salida del sol, cuando se demora al borde de la montaña, y el silencioso deslizarse de los peces, cuando huyen como sombras bajo el agua, o el movimiento de un tierno sauce meciéndose con el viento de la primavera. Y al oírle no sólo se evocaba el sol y el juego de los peces y el susurro del sauce, sino que parecía como si por un instante el cielo y el mundo se concertaran en una música perfecta. Y cada oyente evocaba entonces con placer o dolor lo que amaba u odiaba: el muchacho evocaba sus juegos, el joven a su amada, y el viejo presentía la muerte.
Han Fook ya no supo cuántos años permaneció junto al Maestro en la fuente del gran río; a menudo le parecía que había pisado ese valle en la víspera del día anterior y que había sido recibido allí por la música del anciano. En otras ocasiones sentía como si todas las generaciones de la humanidad y los siglos hubiesen rodado detrás de él y que ello carecía de importancia.
Una mañana, al despertar en la cabaña, se halló solo, y por más que buscó y llamó, el Maestro no dio señales de vida. Durante la noche pareció que el otoño hubiese llegado de improviso; un viento áspero sacudía la vieja cabaña, y sobre la cuesta de la montaña volaban grandes bandadas de aves de paso, aunque todavía no era la época.
Entonces Han Fook tomó el pequeño laúd y descendió al país natal; y allí donde se encontraba con gente, lo saludaban con la ceremonia debida a los ancianos y a las personas de calidad. Y cuando llegó a la ciudad paterna, su padre, su novia y sus parientes ya habían fallecido, y otras personas vivían en las casas de aquellos. Al anochecer fue celebrada la fiesta de los faroles sobre el río, y el poeta Han Fook se quedó en la orilla más oscura, recostado contra el tronco de un viejo árbol. Y cuando comenzó a tocar en su pequeño laúd, las mujeres suspiraron y miraron encantadas y con ansiedad en medio de la noche. Y los hombres jóvenes llamaron al tocador de laúd, al que no podían encontrar, y lo llamaron con ardor, pues ninguno de ellos había oído jamás tales sonidos de un laúd. Pero Han Fook sonreía. Miró el río, donde flotaban los reflejos de los mil faroles, y cuando no pudo distinguir más los. reflejos de la realidad, no halló dentro de su alma ninguna diferencia entre esta fiesta y aquella otra a la que asistiera en sus mocedades, y durante la cual percibiera las palabras del extraño Maestro.
Hola. No se si cabe decir, que el cuento, es una bella historia. Desde mi humilde punto de vista, y a esta altura de mi vida, siendo que el joven aprendiz de poeta, en realidad, sólo era un solitario…un expectador de las realidades que les cupo contemplar. Me pareció un camino díficil, el emprendido por el joven, pero, dada precisamente su escasa edad, no titubeó en abandonar todos aquello, que hasta aquel momento era su vida, en pos de un ansia inexplicable que lo llevó a esa soledad, no logrando vislumbrar, si todos aquellos años vividos con el anciano, habrían logrado que Han Fook, concretara su objetivo, más allá de intuir, como se señala al comienzo del cuento, que el mismo fue considerado un gran poeta. Gracias
hola. el contenido del cuento, desde mi humilde opinión, deja la sensación, de la opción que alguien debe realizar, para conseguir aquello que más anhela, su soledad o su familia.